Más que del baúl de los recuerdos, lo que sigue (una especie de primer ejercicio autobiográfico hecho poco antes de cumplir los 30 años) se rescata del fondo de una pésima buena memoria, tras la extensa cita que del texto hiciera el escritor, periodista, pescador y hermano Eduardo Rothe, en su artículo "De zurda: Maradona, Telesur y Miguel Varela" ( http://www.aporrea.org/actualidad/a189630.html ). Cita hecha no por lo que se cuenta en cierto punto del texto, respecto a mi encuentro con el genio y los anzuelos de este amigo en Macuro, por allá por 1996; si no por el hermoso motivo de contar entre los nuestros a un vedadero milagro nuestroamericano, que bien representa este despertar y renacer de nuestros pueblos: Diego Armando Maradona (el D10S de fútbol). Publico aquí el texto completo a sugerencia de amigas y amigos, tras leer el texto de Rothe:
Desandanzas
(Primer asomo de mala memoria)
N
|
ací en 1976 con el mundo batido entre
grandes resacas. El pueblo latinoamericano padecía el ratón moral tras la
fiesta de sangre y horror que tres años atrás el fascismo había montado en
Chile. Otra resaca era la que dejó la ebriedad cansada de los pequeños, cuando
les tocó celebrar, casi sin fuerzas, pero en pie todavía, la retirada de las
tropas norteamericanas de Vietnam. En todo caso, Venezuela vivía su propia
resaca: la de la Nacionalización.
Todo era posible y el futuro era un cheque en blanco del que
mi generación vería sólo el recuerdo, en las caras nostálgicas de padres y
abuelos al hablar de esa vaina que se llamó la Venezuela Saudita.
Creo que la gente sentía que algo
bueno todavía podía pasar. Que todavía los pequeños podían ganar la guerra, como
en la película de George Lucas que se estrenó dos años después de que nací.
Fito Páez lo dice mejor en una canción en la que hablaba de los comienzos de
los años 80: “estaban altas las defensas, no se comía tanta mierda[1]”.
Cuando tuve más o menos claro lo que era una generación, en mi país, ñángaras,
adecos y derechistas más ortodoxos parecían estar de acuerdo al hablar de “la
generación boba”. Más tarde importaríamos el término “generación X”, y de un
tiempo para acá, cada cinco minutos se gesta un nuevo término generacional en
las salas de redacción de periódicos y televisoras o en la afiebrada cabeza de
algún filósofo de salón.
De manera que entre defensas que
empezaban a caer y generaciones que no sabían como llamarse (pero que se
empeñaban en llamarse de algún modo, como mendigando identidad), vine a nacer
una buena tarde de abril de 1976. Declinaba el sol del día veinticuatro, del
cuarto mes del calendario, en la ciudad de Cumaná, y una primeriza rendía su
vientre al filo del bisturí, después de más de doce horas de labor. Así que
podría decirse -por haber nacido en Cumaná, ciudad que espera por algo, que
parece no recordar qué es, desde hace tantos siglos; en el año 76, clímax de un
falso bienestar que tapaba nuestras más hondas miserias, al amparo de un sol
que languidecía, y tras un largo trabajo de parto que empezaba a desesperar a
todos- que desde el principio soy un
hijo de la espera y de la decepción.
El país no saldría de una desilusión
para entrar en otra en los años en que me tocó crecer. El viernes negro,
Cantaura, RECADI, Blanca, Jaime y Cili, El Amparo, el paquete, febrero del 89,
las privatizaciones, el tan mentado fracaso del estado, el fracaso de los
partidos, el fracaso de la salud, el fracaso de los sindicatos, el fracaso de
la educación, el fracaso de los fracasos, y después el “estamos mal, pero vamos
bien” que terminó con la pérdida de conquistas laborales que han costado
mierda, sudor y sangre a tanta gente durante tantos años. La vaina estaba tan
jodida que resultaba un atractivo turístico nacional cualquier empresa que
funcionara (por cierto, todas del Estado que se empeñaron en venderme como
fracasado); y lo más triste es que cuando cualquier pendejo se bajaba del Metro
de Caracas, o salía de Gurí o de cualquier campamento o parque administrado por
PDVSA, reiteraba el fracaso de todos al usar el cliché más güevón del que he
tenido noticia: “Si hasta parece que uno no estuviera en Venezuela”.
Lo bueno de vivir rodeado de
decepciones es que los más pequeños milagros cobran la grandeza de las
maravillas. Tal vez por ello nunca pude dejar de querer ser poeta desde que
escuché a mi madre declamarnos (a mi hermano Juan y a mí) en la cama la poesía
de Andrés Eloy; cotidiana costumbre que germinó en el milagro, más cotidiano
aún, de trocar versos en besos, pan y agua dulce. Ni hablar de ver a un pescado
saltar del bote al agua en la venta de pescado fresco (el más fresco del mundo)
de la Avenida Perimetral.
Desde ese día supe, que hasta en el último instante todo podía volver a
empezar, porque hasta en ese último instante, el del último aliento, el del
último rayo de sol, el del último empujón de la marea, hasta en ese último
segundo, todo es posible, porque ser posible es la única garantía que nos da la
vida. Fue así como entendí las maravillas que me rodeaban cada día, desde niño
y hasta hoy: Lola y su pregón que atravesaba muros, despertaba muertos,
levantaba pajaritos de sus nidos y hacía callar a los perros; el enano del
tamarindo cuatricentenario o el tamarindo cuatricentenario de los predios del
enano, podían ser la misma cosa; la mesa del zapatero, la voz de María
Rodríguez, los huevos fritos a la perfección de la señora Amparo, Maradona en la Tele devolviéndole a todos la
cachetada de Malvinas, sacudiéndose – con el país entero – la vergüenza absurda
a la que una dictadura infame pretendió someterlos (“que no trafique el
mercader/ con lo que un pueblo quiere ser”[2]),
uno, otro, otro más, otro, queda el portero, ¡Goooool Carajo!, una corta década
de vida no fue impedimento para entender que en el pecho del Pelusa cabíamos
todos, y ese milagro nunca se lo pudieron robar, ni la mafia, ni los pasquines,
ni los verdugos de ocasión que quisieron hacernos tragar otra decepción, ni los
cagatintas, ni los paparazzi, ni el diablo, ni Dios, lo de Diego era un asunto
de humanos, que entre humanos se arreglaría.
Otra cosa fue el milagro del amor.
Cuando se descubren los milagros nuestros de cada día, aunque falte el pan,
nunca faltará el amor. La belleza resultó un asunto fácil de revelar; y por fortuna
me estalló en las manos más de una vez. En el rostro de colegialas pecosas, en
las caderas de niñeras inquietas, en aliento de señoras con dueño, en el calor
de la compañera a toda prueba. En esa fragua de voluntades, más grandes que la
mía, hicieron posible al hombre que de otro modo no hubiese sido ni siquiera
una posibilidad remota.
Es en este caldo de decepciones,
maravillas, poetas, vergüenzas, buenas niñas y mejores mujeres, donde se cuece
a fuego lento mi poesía. Los trovadores hispanoamericanos de fin de siglo
vendrían a completar el cuadro. No recuerdo cuando escribí mi primer poema.
Pero tengo claro el momento en el que me supe escritor. Fue llegando a Macuro,
en los confines del mundo y de la memoria colonial venezolana, cuando mediaba
septiembre de 1996. Después de romper con todo lazo, decidí reinventarme por el
principio; por lo que me fui hasta la última vereda del olvido para reiniciar
la marcha. Bajándome del bote que me había llevado hasta allá, un macureño bien
intencionado me preguntó “¿y usté qué hace?”. Nada más escuchar la pregunta, y
en el acto entender que con veinte años cumplidos, un morral a cuestas y un
fajo de papeles que empezaban una larga travesía, podía responder cualquier
cosa. Y respondí lo que resultaba ser lo único que tenía claro que quería ser,
lo único que era para entonces, lo único que he podido ser desde entonces:
“Escritor”.
“Ah, entonce usté tiene que ir pa casa
e’ Eduardo. Aquí mismito, donde está el museo. Pregunte por él y dígale que
usté es escritor”. Esa fue la serena respuesta de aquel hombre de Paria, donde
parecen tener respuesta para todo. Seguí sus instrucciones, y llegar al museo
de Macuro y recibir una nueva bofetada de la posibilidad, fue la misma cosa.
Toda la filosofía, la poesía, la música y las peores malas palabras del siglo
veinte me llegarían en adelante (en cinco o seis idiomas) de los labios, los
libros, las fotos y los anzuelos de mi amigo Eduardo Rothe, un milagro de la
historia que se escondía en aquellas tierras desde que se jubiló del mundo.
Desde entonces me confieso escritor, por pura posibilidad de serlo, porque me
resulta imposible ser otra cosa.
Cinco años más tarde; después de mucho
ir y venir, vi estallar el reino de las posibilidades en la madrugada del 9 de
febrero de 2001, en los ojos abiertos de mi hija recién nacida. Pamela Varela,
Pamela la del mar, Pamela la del río. Poco menos de dos años después de su
nacimiento me separé de su madre; pero nunca me he separado de sus ojos
abiertos, de su risa sonora, de sus tantas maneras de decir “te quiero, papi”;
por lo que mi palabra quedó anclada a su presencia. Lo que se refleja en los
últimos libros de poesía que he escrito: “Historia
íntima de la sabiduría popular”, editado el año pasado, e “Y sin embargo se vive”, en proceso de
revisión.
Cuando más solo me encontraba en un
país que resistía la embestida de los apologistas de la decepción, los
filósofos del desastre y los servidores de amargura, dos gotas de miel se
cayeron del cielo y me vieron de frente a la cara, para asomar la sonrisa más
cierta de las que me había encontrado en muchos años. De nuevo el amor lo hizo
todo posible; y en aquel agitado 2003 decidí volver empezar, como lo haría
cualquiera: desnudo y sin documentos (literalmente, había perdido hasta la
cédula. Tuve que esperar la Misión Identidad
para resolverlo). Un año y tanto después me casé con Isabel Orive, el 18 de
diciembre de 2004, hace poco más de un año de aquello, hace un lustro del
nacimiento de mi hija, hace diez de mi visita a Macuro, hace veinte del mundial
86 y veintitantos desde que un cataco saltó de un bote para decirme como Sabina
que “mientras la tierra gire y nade un pez, hay vida todavía”. Hace tanto que
tanto y cuanto, y esto parece que apenas empieza.
A manera de epílogo
Algunos niños de la generación boba
remozan las caras de la derecha frente a un país que los ignora de la manera
más franca. Parece que no estaba tan pelado el Dr. Chirinos. Las defensas de mi
pueblo se reconstruyen sobre sus ruinas, y piedra a piedra, paso a paso, parece
que los olvidados de siempre empiezan a desandar los años de desmemoria. Ya no
prohíben las canciones de Alí Primera en la radio, ni censuran por poca cosa a
nuestros cantores populares (los de verdad). Para agravar la locura en la que anda
este país que se reinventa, un millón de ejemplares del Quijote, con prólogo de
Saramago, se regalaron a lo largo y ancho del país. Eduardo Rothe, rompió su
retiro del mundo y supe que se le ha visto en Caracas con algo más que palabra
y media (como siempre) a flor de labios, entregado a reinventar viejas causas,
por el eterno sueño joven de siempre.
Cumaná sigue intacta pese al último
terremoto, y a pesar de la amenaza del siguiente. El tamarindo sigue en pie, y
el pescado más fresco del mundo se despacha aún a las orillas de un golfo de
aguas tan profundas, que parecen guardar los misterios de los orígenes del
mundo.
Y al Diego… al Diego se le vio hace
poco en Venezuela, extasiado en el cariño de su pueblo – y que los verdugos de
oficio digan lo que quieran-, porque desde la Patagonia hasta México
somos la misma vaina. Se le vio respirando la misma esperanza que yo, después
de tantas decepciones, aire limpio después de tanta podredumbre. Terminó
dándole la razón a ese montón de gente que lo quería por el simple hecho de
quererlo. No nos lo pudieron robar, ni a él, ni a la poesía, ni a los simples
milagros nuestros de cada día.
Miguel Varela
Inicios de 2006