Perros cobardes
“Coño, chico, ¿no has probado lo
perritos de la Calle Cuatro ?”
La respuesta negativa fue como una invitación al cielo. Sonrió con la sonrisa
amplia de quienes encuentran la puerta del placer abierta, y empujándolo
suavemente con una mano sobre la espalda le dijo que no se iba a perdonar no
haberlos comido hasta ahora. Cuando llegaron a la
calle cuatro no había donde estacionar, aparcaron dos cuadras más abajo de la
esquina donde el vendedor de perros calientes en cuestión se deshacía en los
malabares de atender a la clientela en la hora pico. El primerizo dudó ante una
larga espera segura. Tenían cuarenta y cinco minutos para volver al trabajo y
tenía un hambre de las que nublan el entendimiento. Pero ante la insistencia de
quien le invitaba y la promesa de que estos perros iban por su cuenta, optó por
esperar.
Ya había invitado a media oficina
a comerse los perritos en la calle cuatro. Al ritmo que iba se le iban a agotar
los compañeros de trabajo en un par de semanas; y ni hablar del dinero, tomando
en cuenta que en la mitad de los casos le tocaba pagar la cuenta. Y es que
puestos a ver, aquellos perritos no eran muy distintos de los demás. Pan,
salchicha, vegetales, papas fritas, queso rayado y una combinación de salsas
entre las que apenas destacaba la de pepitona, con un punto picante, que se
llevaba los honores comparada con las demás. Con todo, la susodicha no competía
con la salsa de guacuco del perrero de Siete
Salsas. Pero para ese entonces estaba claro que no era el sabor de aquellos
bocados callejeros lo que le empujaba cada mediodía esa esquina ahogada en el
calor del recio mediodía.
Remontar el tráfico y las calles
del centro de la ciudad por un par de perros calientes y una cocacola casi fría
escondía una segunda intención. Su aparición, casi fantasmal, entre el
bullicio, el calor y los comensales de aquel derivado lógico de la
industrialización alimentaria, su sonrisa, más allá del bien y del mal, sus
ojos de diosa impúber y su manera de andar como si flotara entre la gente y las
cosas, entre la calle a mediodía y sus desvelos en la noche. Esa era la razón,
la intención escondida y el meollo de una cobardía crónica que no le permitía
decir siquiera una palabra una vez que hacía su entrada en escena, llevando
consigo las viandas de comida con las que almorzaba el perrero, pasada la hora
de mayor clientela.
“Bendición”, dijo como siempre
con su voz de terciopelo y atardecer de playa, “Dios la bendiga”, respondió en
automático el vendedor mientras sus manos se movían maquinalmente del
compartimiento de los panes, al de las salchichas en agua hirviendo y de allí a
las salsas, de allí a los vegetales, de allí al queso y de nuevo a los panes.
Esa mañana se había prometido hablarle, hacerle un comentario cualquiera, algo nada profundo, ni revelador, pero que
dejara en claro que la había notado entre tanta gente, autobuses, recipientes
de salsa y bolsas de papitas. Y por su puesto hacerse notar de una vez,
buscando que, con suerte, en un cruce de miradas se asomara a sus ojos y se
conmoviera con tanto amor guardado para
ella. Pero el escuálido almuerzo transcurrió sin novedad. La miro besar al
padre, intercambiar con él un par de comentarios sobre la rutina doméstica,
cargar el refrigerador con refrescos y despedirse, sin que él pudiera decir
media palabra, paralizado, frío, con una corriente glacial que le corría de la
garganta hasta los huesos. La vio partir de nuevo, desaparecer como flotando en
el infierno de las calles de aquella ciudad en pleno mediodía.
Cuando la perdió de vista, y sus
pies tocaron de nuevo el concreto de aquella acera sucia, se disfrazó de nuevo
con la sonrisa estúpida de quien comparte un secreto irrelevante y le preguntó
a su invitado “¿y qué tal?”. “Buenos”, le respondió el compañero sin mucho
convencimiento. No pudo ocultar su cara de decepción; otro bolsa a quien
invitaba a comerse un perro por no tener los cojones de afrontar solo la
angustia de verla sin hablarle, y a éste ni siquiera le habían gustado los
perritos. La soledad tiene muchas caras; pero sus rostros más terribles no
lucen muecas de horror o tragedias, se maquillan con el desamor cotidiano de
quien no sabe romper el silencio que nos ahorca a diario. Mañana será otro día.
Amanecerá y veremos. A lo mejor le dure hasta el mediodía el coraje con el que
se levanta, tras una noche de desvelo, y consiga hablarle a la deidad cotidiana
que le alborota los sueños y no haga falta decirle al mensajero de la oficina –
ya lo había escogido para el día siguiente -, “coño, loco, ¿no has probado lo
perritos de la Calle Cuatro ?”.
Me encanta cuando relatas la tragedia humana de lo cotidiano, lo extraordinario que nos sucede a la gente ordinaria, en cualquier país, en cualquier calle, un día cualquiera, desnudando la belleza que encierra todo drama. Disfruté mucho ese equilibrio que lograste, esta vez sin mucho esfuerzo y con gran belleza, entre el lenguaje narrativo, el lenguaje coloquial y el lenguaje poético. Las líneas que me tocaron: "La soledad tiene muchas caras; pero sus rostros más terribles no lucen muecas de horror o tragedias, se maquillan con el desamor cotidiano de quien no sabe romper el silencio que nos ahorca a diario"... pone a pensar en esos silencios con los que, sin darnos cuenta, a veces, sofocamos la posibilidad de amar.
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