Buscar este blog

martes, 14 de agosto de 2012

Les echo un cuento...


Perros cobardes

“Coño, chico, ¿no has probado lo perritos de la Calle Cuatro?” La respuesta negativa fue como una invitación al cielo. Sonrió con la sonrisa amplia de quienes encuentran la puerta del placer abierta, y empujándolo suavemente con una mano sobre la espalda le dijo que no se iba a perdonar no haberlos comido hasta ahora. Cuando llegaron a la calle cuatro no había donde estacionar, aparcaron dos cuadras más abajo de la esquina donde el vendedor de perros calientes en cuestión se deshacía en los malabares de atender a la clientela en la hora pico. El primerizo dudó ante una larga espera segura. Tenían cuarenta y cinco minutos para volver al trabajo y tenía un hambre de las que nublan el entendimiento. Pero ante la insistencia de quien le invitaba y la promesa de que estos perros iban por su cuenta, optó por esperar.

Ya había invitado a media oficina a comerse los perritos en la calle cuatro. Al ritmo que iba se le iban a agotar los compañeros de trabajo en un par de semanas; y ni hablar del dinero, tomando en cuenta que en la mitad de los casos le tocaba pagar la cuenta. Y es que puestos a ver, aquellos perritos no eran muy distintos de los demás. Pan, salchicha, vegetales, papas fritas, queso rayado y una combinación de salsas entre las que apenas destacaba la de pepitona, con un punto picante, que se llevaba los honores comparada con las demás. Con todo, la susodicha no competía con la salsa de guacuco del perrero de Siete Salsas. Pero para ese entonces estaba claro que no era el sabor de aquellos bocados callejeros lo que le empujaba cada mediodía esa esquina ahogada en el calor del recio mediodía.

Remontar el tráfico y las calles del centro de la ciudad por un par de perros calientes y una cocacola casi fría escondía una segunda intención. Su aparición, casi fantasmal, entre el bullicio, el calor y los comensales de aquel derivado lógico de la industrialización alimentaria, su sonrisa, más allá del bien y del mal, sus ojos de diosa impúber y su manera de andar como si flotara entre la gente y las cosas, entre la calle a mediodía y sus desvelos en la noche. Esa era la razón, la intención escondida y el meollo de una cobardía crónica que no le permitía decir siquiera una palabra una vez que hacía su entrada en escena, llevando consigo las viandas de comida con las que almorzaba el perrero, pasada la hora de mayor clientela.

“Bendición”, dijo como siempre con su voz de terciopelo y atardecer de playa, “Dios la bendiga”, respondió en automático el vendedor mientras sus manos se movían maquinalmente del compartimiento de los panes, al de las salchichas en agua hirviendo y de allí a las salsas, de allí a los vegetales, de allí al queso y de nuevo a los panes. Esa mañana se había prometido hablarle, hacerle un comentario cualquiera,  algo nada profundo, ni revelador, pero que dejara en claro que la había notado entre tanta gente, autobuses, recipientes de salsa y bolsas de papitas. Y por su puesto hacerse notar de una vez, buscando que, con suerte, en un cruce de miradas se asomara a sus ojos y se conmoviera  con tanto amor guardado para ella. Pero el escuálido almuerzo transcurrió sin novedad. La miro besar al padre, intercambiar con él un par de comentarios sobre la rutina doméstica, cargar el refrigerador con refrescos y despedirse, sin que él pudiera decir media palabra, paralizado, frío, con una corriente glacial que le corría de la garganta hasta los huesos. La vio partir de nuevo, desaparecer como flotando en el infierno de las calles de aquella ciudad en pleno mediodía.

Cuando la perdió de vista, y sus pies tocaron de nuevo el concreto de aquella acera sucia, se disfrazó de nuevo con la sonrisa estúpida de quien comparte un secreto irrelevante y le preguntó a su invitado “¿y qué tal?”. “Buenos”, le respondió el compañero sin mucho convencimiento. No pudo ocultar su cara de decepción; otro bolsa a quien invitaba a comerse un perro por no tener los cojones de afrontar solo la angustia de verla sin hablarle, y a éste ni siquiera le habían gustado los perritos. La soledad tiene muchas caras; pero sus rostros más terribles no lucen muecas de horror o tragedias, se maquillan con el desamor cotidiano de quien no sabe romper el silencio que nos ahorca a diario. Mañana será otro día. Amanecerá y veremos. A lo mejor le dure hasta el mediodía el coraje con el que se levanta, tras una noche de desvelo, y consiga hablarle a la deidad cotidiana que le alborota los sueños y no haga falta decirle al mensajero de la oficina – ya lo había escogido para el día siguiente -, “coño, loco, ¿no has probado lo perritos de la Calle Cuatro?”.

1 comentario:

  1. Me encanta cuando relatas la tragedia humana de lo cotidiano, lo extraordinario que nos sucede a la gente ordinaria, en cualquier país, en cualquier calle, un día cualquiera, desnudando la belleza que encierra todo drama. Disfruté mucho ese equilibrio que lograste, esta vez sin mucho esfuerzo y con gran belleza, entre el lenguaje narrativo, el lenguaje coloquial y el lenguaje poético. Las líneas que me tocaron: "La soledad tiene muchas caras; pero sus rostros más terribles no lucen muecas de horror o tragedias, se maquillan con el desamor cotidiano de quien no sabe romper el silencio que nos ahorca a diario"... pone a pensar en esos silencios con los que, sin darnos cuenta, a veces, sofocamos la posibilidad de amar.

    ResponderEliminar